La Travesía de hoy la escribe Mariana Costa, co-founder en Laboratoria
Vengo de pasar unos días de visita en Washington D.C. Unos amigos queridos que viven ahí viajaban y nos prestaron su casa para alojarnos, oportunidad que sin pensarlo demasiado tenemos que aprovechar teniendo tres hijos. Cuidamos a su perrita, visitamos museos, fuimos a refrescarnos a chorros de agua en parques y nos reencontramos con muchos amigos. Disfrutamos de los días largos de verano en la ciudad, y fuimos felices a pesar de las picaduras de mosquitos.
D.C. es una ciudad especial en nuestras vidas. Fue el lugar al que llegué por primera vez a mis 21 años, a comenzar una pasantía recién graduada de la universidad. Recuerdo sentirme tan pequeña en el inmenso edificio de la Organización de Estados Americanos (OEA), y a la vez tan grande, lista para comenzar mi vida adulta y escribir mi futuro. Un tiempo después de llegar conocí a Herman, que también se había mudado a empezar una nueva vida desde Ecuador, y fuimos haciendo la ciudad nuestra juntos.
Viví cuatro años en D.C. y he vuelto muchas veces a visitar desde entonces, pero nunca con la calma y el tiempo de esta visita. Con el espacio de un viaje más pausado pude reconocerme en cada barrio de la ciudad, recordar quién fui en ella y sentir el papel fundamental que esos años de happy hours a las 5pm, de amistad y de descubrirme profesionalmente jugaron en mi vida. Su huella en mí es profunda, y si bien de alguna forma siempre lo he sabido, estos días me ayudaron a reconectar con ese sentimiento.
Para quienes hemos migrado de un país a otro, la vida siempre está de alguna manera partida. Está el yo del lugar donde creciste, con todas las referencias que te recuerdan que perteneces. En mi caso ese es Lima: mi ciudad, mi rincón en el mundo, mi familia, mi cielo gris, mi caos. Aquí no tengo que explicar quién soy porque están las redes familiares y sociales que me han sostenido siempre. Está el entendimiento compartido del mundo con el taxista que me lleva a una reunión de trabajo, con la vecina que me cruzo en el ascensor, con el comentarista de radio que escucho cuando llevo a mis hijos al colegio por la mañana. Estar aquí es poder ser sin mayores explicaciones. En todos mis años fuera, esa cotidianidad sencilla fue de lo que más extrañé.
Está también el yo de ese nuevo destino al que ahora empiezas a llamar hogar. Un yo que debe luchar por adaptarse a una nueva realidad sin demostrarlo demasiado. Migrar implica aprender a redescubrirnos sin ninguna referencia familiar - es como de pronto tener que vestirte con ropa de un closet en el que nada es tuyo. En ese proceso, quieras o no te ves forzada a verte con sinceridad y definir quién eres. Creo que por eso pocas experiencias de vida son tan profundas como dejar nuestro lugar de origen de manera prolongada, o al menos así se sintieron para mí los años que pasé fuera. No fue fácil encontrarme sin mis referentes de siempre, pero una vez que lo hice, una parte de mi se enamoró de ese anonimato. Vivir fuera de tu país es como tener una pizarra en blanco sin compromisos ni expectativas, donde aprendes a simplemente ser tú.
Las huellas que deja esta experiencia en nuestro corazón son grandes. Estando fuera añoramos nuestro lugar de origen, pero volviendo a él nos vuelve a hacer un poco de falta el mundo. La vida avanza y vamos de un lugar a otro. Unos años aquí, otros allá. En cada uno va quedando parte de quiénes somos, y nos vamos llevando algo nuevo que suma al rompecabezas de nuestra identidad. Pero con el paso del tiempo, a veces nos vamos olvidando de esas piezas de lugares pasados que nos forman. Pasé tres años vitales de mi vida en Londres, pero mucho de ese yo ha quedado en el olvido. Tal vez es necesario que así sea: dejar ir el pasado para poder vivir de lleno el presente, pero a la vez, ese pasado es quién nos ha traído a donde estamos hoy, y me pregunto si no hay mejores maneras de honrarlo.
Este viaje me ayudó a recordar partes de mi y de la historia de mi familia que estaban algo adormecidas. Fue lindo poder compartir con nuestros hijos que aquí empezó nuestra historia. Descubrí un yo que extraña la vida en D.C., y otro que añora siempre volver a su casa en Lima. Me doy cuenta que al final, para quienes hemos vivido etapas significativas de la vida fuera, esta dualidad nos acompañará siempre, y eso está bien. Es una forma de no olvidar lo que fuimos, y a la vez, valorar donde estamos hoy. No es algo que hay que eliminar o corregir. Extrañar los lugares que nos formaron es reconocer su importancia en nuestra historia y recordar la dicha de haber vivido en ellos.
Migrar, por decisión o necesidad, duele, pero también abre paso a redescubrirnos y seguir evolucionando, que supongo que es, finalmente, de lo que se trata la vida.
Un abrazo grande para todas las que han vivido vidas fuera de su lugar de origen y extrañan todos los días <3
Mariana
Ahh, "migrar". Quizás la palabra que más ha definido mi existencia sobre este planeta. El equilibrio entre ese redescubrimiento propio y el intento de pertenecer es de los retos más grandes, pero de las experiencias de mayor crecimiento personal también. Gracias por compartir tus reflexiones bellas como siempre, Mari.
mariana!! yo también migre para mi pregrado. ya estoy acabando la uni pero todavía extraño todos los días. incluyendo cuando me voy. que lindo leerte (: