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La Travesía de hoy la escribe la gran Pao Sierra, Head de Colombia 🇨🇴 en Laboratoria+
Estoy a punto de cumplir 39 años…¡parece mentira! ¿En qué momento pasó lo que podría ser la mitad de mi vida? No lo sé. Lo que sí sé, es que en los últimos años he aprendido (con mucho esfuerzo) a vivir más ligera. Ligera de etiquetas, de exigencias, de prisa, y de ideas preconcebidas del éxito.
Pero esto no siempre fue así. Yo, como muchas otras mujeres, crecí creyendo que gran parte del “éxito en la vida” se trataba de alcanzar una serie de logros profesionales y personales que demostrarían mi valor. Hitos que fueran evidencia de qué tanto había sido capaz de salir adelante, sobresalir y tener una vida admirable.
Estudiar en una buena universidad. Conseguir un buen trabajo. Ganar bien. Ir subiendo de posición. Hacer un MBA. Casarme a cierta edad. Tener hij@s. Verme bien. Viajar. Tener casa propia. Un carro.
Una lista interminable de hitos que pensé necesitaba para validarme.
Todas estas ideas me hicieron correr y exigirme demasiado durante muchos años. En el estudio, mi meta era obtener la mejor calificación. En el trabajo, creía que entre más cosas hiciera (sin mucho margen de error) y más tiempo dedicara, la recompensa y el ascenso llegarían más rápido. En lo personal, tener una pareja que además fuera un “buen partido” era fundamental, y ni hablar del reloj biológico para tener hij@s, que a los 30 se vencía y yo lo único que había coleccionado hasta el momento eran relaciones fallidas.
Cuando recuerdo cómo me sentía en esa época, era como si tuviera un estadio lleno viéndome correr la carrera de mi vida. La mayoría del tiempo, además, con la sensación de que iba tarde, que los demás lo estaban consiguiendo - mis amigos y conocidos creciendo en sus trabajos, yéndose a otro país, listos para casarse, algunos ya teniendo hijos - y yo no. ¡Qué observada y extenuada me sentía, aunque no era consciente de ello!
Por suerte, así sea contra nuestra voluntad, todo lo que nos duele por dentro termina saliendo a la luz de alguna manera. Por el 2018 empecé a sentirme desmotivada en el trabajo. A pesar de que todo parecía transcurrir bien, los días eran una rutina difícil de llevar. Recuerdo que me sentaba en frente del computador y lo único que pensaba era “¿qué hago aquí?”, “¿qué estoy haciendo con mi vida?”. Por otro lado, ya no tenía ganas de hacer los mismos planes que hacía, salir con determinada gente, escuchar las mismas conversaciones. Aunque una parte de mi intentaba silenciar esa voz y sentirse agradecida por lo que tenía, la incomodidad fue más fuerte. Me obligó a detenerme y a escuchar mi corazón.
Empecé a cuestionarme tantas cosas como pude. Mis gustos, mis dones y cómo los estaba usando, mi propósito, con quién quería pasar mi tiempo, qué tipo de conversaciones me interesaban en realidad, cuáles eran mis hábitos. ¿Tenía un plan de vuelo propio, o simplemente estaba siguiendo lo que dictaban las expectativas externas? Poco a poco mi cabeza empezó a transformarse, desmantelando ídolos que había construido en ella.
Encontrando la calma
Me empecé a obligar a estar quieta y en silencio para entender cómo recalcular y descubrir no solo cómo quería vivir, sino cuáles eran realmente mis sueños, cómo lucía el éxito para mi. Fui entendiendo que más allá de conseguir algo, se trataba de cómo me quería sentir. Quisiera decir que pasó de un día para otro, pero no. Ha llevado tiempo, muuuucho trabajo interno, terapia, decisiones duras, lectura, lágrimas y mucho más. En esos tsunamis que no quisiéramos vivir, llegan revelaciones que nos transforman.
De toda esa lista de hitos del inicio, quizás no he cumplido ni la mitad (ni la cumpla), pero eso ya no importa. Más allá de una posición o un título, hoy me hace feliz trabajar en una organización y un proyecto que conecta con mi propósito, un lugar donde puedo ser yo. Aprendí que puedo crecer y aprender cosas valiosas de muchas maneras, no solo en una universidad (mi preferida: los libros). Me siento orgullosa de lo que he trabajado en mi, de haber aprendido a priorizar mi bienestar, a ser autocompasiva, abrazar mis dones, así como reconocer lo que puedo mejorar sin miedo al juicio.
He conocido lugares que jamás imaginé. Tengo un hogar bello que comparto con mi hermana y nuestro perro. No me he casado ni tengo hij@s aún (bueno, mi perro es como mi hijo y cuántas cosas me ha enseñado!!). No lo descarto pero hoy tampoco es algo que me angustie. Lo que importa es cómo veo y vivo la vida hoy. Claro que tengo metas, pero diferentes. La más importante y real es levantarme cada día y vivirlo de la mejor manera posible con lo que tengo a mi alcance. Con la energía y recursos de este día, con gratitud y compasión por mi y los demás.
Hoy, además de contarte algo de mi historia, quiero compartirte algunos aprendizajes que se han convertido en mis anclas para no volver a caer en la contrarreloj:
Nuestro valor no está en lo que hacemos, está en el simple hecho de existir. Cuando entendí que no se trataba de todas las horas que trabajaba, qué tanto figuraba, cuanto estudiaba, ni todo lo que hacía por los demás, me liberé de la necesidad de “hacer” todo el tiempo, y empecé a abrazar el solo hecho de estar aquí, de ser única (así como tú lo eres), y usar eso de la mejor manera posible en mi casa, en mi trabajo, y cualquier otro entorno.
Agradecer por la vida que tenemos tiene poder. El valorar mis capacidades, mis dones específicos (todas los tenemos), incluso agradecer por los momentos difíciles ha hecho que mi mente sea tierra fértil para aprender y para ver todo lo bueno que tengo, viviendo a pases con lo que sea que ocurra.
No hay que invertir mucho tiempo mirando el jardín del vecino. Es una realidad que cuando nos comparamos vemos siempre el pasto del otro más verde. Empezamos a añorar lo que otros tienen o han logrado, y resulta que cada historia es diferente. Recuerdo cuando regresé a Colombia de hacer mi maestría en Argentina. Dos años había pasado estudiando, tiempo en el que mis pares avanzaron un montón en sus trabajos, y yo estaba ahí, empezando de nuevo, queriendo estar donde ellos estaban, sintiendo que había desperdiciado tiempo. Luego entendí que mi camino era diferente y tenía que enfocarme en hacer florecer mi propio jardín.
Necesitamos momentos de solitud (sí, solitud). La diferencia con la soledad, es que en lugar de ser un sentimiento de vacío que te hace anhelar la presencia de otros, es elegir estar solas por voluntad propia y disfrutarlo. Traigo esto a la mesa porque necesitamos regalarnos momentos para estar nosotras mismas, para ajustar la brújula, escuchar nuestra voz y discernir sobre lo que sea que tengamos en la cabeza. En mi caso, aprendí a hacerlo dedicando en las noches un espacio para estar en silencio y escribir, vaciar mi mente y reflexionar sobre el día. Aprendí a tener citas conmigo, ir al cine, ir a comer, salir a caminar sola. Hasta aprendí a viajar sola, y lo hago un par de veces al año para desconectar y recargar.
Nada está escrito en piedra ni es definitivo. He cambiado de dirección varias veces (sobre todo en lo laboral) impulsada por la búsqueda de sentirme más plena, más conectada, y aunque lo he hecho con dudas y miedos, quiero decirte que al final siempre ha resultado algo bueno. Ninguna temporada - aun siendo producto de una mala decisión - ha definido quién soy ni cómo será mi vida. Cada día es una oportunidad para recalcular, aprender nuevas cosas y para desaprender otras. Hoy a lo que menos le temo es al cambio.
Si estás corriendo para llegar a la meta de sentirte plena, feliz y exitosa, te invito a pensar que se trata más de una forma de vivir que cultivas cada día y en cada momento. Es liberador reconocer que nadie te ve; no hay carrera.
Un abrazo,
Pao