De la Exigencia al Camino de la Excelencia
Y cómo logré salir del círculo vicioso del reconocimiento para finalmente encontrarme a mi misma.
La Travesía de hoy la escribe Valeria Steffens, fundadora de Montaña Partners y querida mentora en Laboratoria+
Hago deporte desde que tengo memoria. A los 7 años me invitaron al pre-deportivo del colegio. A los 9, en mi primera competencia, gané todas las pruebas. Desde entonces, comenzó una relación profunda con el movimiento y mi cuerpo, pero también, con el reconocimiento y las expectativas que el ser “buena” implicó para mí.
Durante años, entrenar y competir fue parte de mi identidad. A los 18 logré mis mejores marcas. A la vez, empecé la universidad para estudiar Ingeniería Comercial y comenzó una de las etapas más vertiginosas de mi vida. Era atleta de alto rendimiento, capitana del equipo de vóleibol, jefa de guías scouts, y no me perdía ni una fiesta. Entrenaba todos los días de 17:30 a 22:00, y luego estudiaba. Terminé la carrera sin reprobar casi ningún ramo, pero ese nivel de exigencia tenía un costo alto.
Afuera parecía admiración, disciplina, enfoque. Pero dentro, había una exigencia profunda disfrazada de fortaleza. Era una corredora que no sabía detenerse. El cuerpo gritaba y yo me hacía la sorda. El corazón dolía y yo entrenaba más fuerte para no sentirlo. Me sentía muy tironeada internamente y cansada físicamente, pero seguía en piloto automático con el mismo ritmo. El foco en la meta a conseguir era la anestesia necesaria para no detenerme. Aparte, ¿quién era yo en ese minuto si no era atleta “destacada”? Toda mi vida lo había sido - no conocía otra forma de vivir.
Por suerte, el cuerpo y la mente tienen límites y saben expresarlos. Las primeras señales de que me hacía la sorda fueron lesiones físicas y dolores inexplicables. La segunda señal, más sutil, fue la de alejarme de mi núcleo: mi familia. A los 22, agotada, decidí irme de intercambio a Alemania. Quería huir del deporte y del personaje que me había construido. Fue la primera vez que me dejé caer: me comí todos los chocolates posibles, engordé, lloré, viví sin deberle nada a nadie. Compré una bicicleta vieja y recorrí parte de Europa con poco dinero, pero con libertad. Fue una experiencia profundamente liberadora.
A mi regreso, me prometí no volver a competir. Quería dar vuelta a la página, abrir espacio interno para otros intereses que venían tocando la puerta desde hace tiempo, pero que nunca habían tenido lugar frente a las demandas deportivas. Pero el ego me jugó una pasada: acepté ir al Sudamericano sub-23 de atletismo, en la disciplina de heptatlón. Volví a subir al podio. “Gorda y todo”, me dije. Y seguí.
Una vez más, el reconocimiento externo me retuvo justo en el lugar del que había querido salir.
Un día, sin planearlo ni buscarlo, apareció otra puerta: una oferta laboral en la Patagonia. A los 24, sin saber muy bien qué significaba "Patagonia", partí a reinventarme. A empezar desde cero. Cuando me preguntaban en ese entonces qué me había llevado a tomar esa decisión, mi respuesta más lógica era: "salí de la universidad y no sé en qué quiero trabajar". La verdad visceral era otra: fue mi intuición la que me impulsó a moverme.
Un nuevo comienzo
Hoy, si me vuelvo a hacer esa pregunta, veo con más claridad que esa decisión respondía a una necesidad profunda: salir de un molde que ya no se me ajustaba, aunque en ese momento no tuviera las palabras para entenderlo. Y también —aunque no lo sabía del todo— no quería caer de lleno en el otro molde: ese de la carrera profesional “de libro”, con pasos predefinidos, metas externas y un éxito que se medía con reglas ajenas.
Lejos de medallas, metas y títulos, en la Patagonia encontré una calma desconocida. Bajé cinco cambios. Puse primera. Empecé a vivir sin correr. Sin exigirme, al menos por un tiempo, hasta que nacieron mis hijas (lo que da para otro capítulo).
Fue ahí que comenzó mi verdadero camino hacia la excelencia. Y sí, a veces aún me desvío y vuelvo a la exigencia, porque fue mi idioma de origen. Pero hoy la reconozco y elijo distinto- al menos la mayoría de las veces.
No hablo de la excelencia como rendimiento. Hablo de una forma de estar en la vida con presencia y compromiso. De hacer las cosas bien, no por obligación ni para demostrar, sino por respeto a una misma. Por coherencia.
La excelencia se volvió una práctica de cuidado. Un alineamiento interior que me recuerda que no soy mis logros, ni mis errores. Soy un proceso en constante transformación.
Hoy quiero compartir algunas reflexiones con aquellas que puedan estar atrapadas en la exigencia, y quieran darse la oportunidad de vivir la vida distinto.
1. Revisa tu diálogo interno
Muchas veces confundimos nuestro valor con lo que hacemos. “Lo que hago es lo que soy” se vuelve una trampa que no nos deja respirar. Para empezar a salir de ese lugar, me ayudó el ponerme en contextos nuevos. Escenarios donde nadie me conocía, donde no había expectativas externas que cumplir. Fue una forma de volver a encontrarme con quién era yo, sin títulos ni medallas, y empezar a habitarme desde ahí.
También comencé a observar cómo me hablaba a mí misma. Qué me decía, y sobre todo, cómo me lo decía. Escribí mucho. Llené cuadernos. Tiempo después los releía y veía con más claridad la narrativa que había detrás: el juicio, la exigencia, las creencias que me limitaban y las que me posibilitaban. Esa práctica me permitió reconocer mis propias trampas internas y empezar a transformarlas.
La naturaleza ha sido un espacio seguro donde todo esto ha ido cuajando. Es aquí donde me siento ligera, sin exigencias.
2. La excelencia no se mide en resultados
Durante mucho tiempo creí —sin decirlo en voz alta— que si tenía más logros, sería más querida. Que si alcanzaba ciertos resultados, el cariño de quienes me importaban sería más fácil de obtener. Pero la vida me mostró otra cosa: que el amor verdadero no depende de logros, sino de presencia (la maternidad ha jugado un rol tremendo en este proceso). Que las relaciones auténticas te sostienen incluso en el fracaso, en los días grises, en tu humanidad. Y para poder recibir ese tipo de amor, he tenido que aprender primero a aceptarme. A quererme entera, con mi historia, mi oscuridad y mis dolores. Sigo en ese camino.
3. Eres alguien en proceso
No eres tus logros ni tus errores. Eres una posibilidad permanente de aprendizaje.
Cuando solté las etiquetas y dejé de castigarme por cada error, algo nuevo se abrió en mí: la posibilidad de explorar sin certezas. Me formé en innovación, trabajé en el gobierno, hice clases, emprendí, vendí plantas, abrí un negocio de decoración, me certifiqué como coach, y hoy acompaño procesos de transformación en personas y empresas a través de Montaña Partners.
Me he ido permitiendo ser, paso a paso. Muerta de miedo la mayoría de las veces, sí, pero cada vez más fiel a esa voz interna que no siempre grita, pero que susurra desde mi estómago lo que quiere vivir.
Y cuando el miedo aparece —porque siempre aparece— me detengo y me pregunto: ¿qué es lo peor que podría pasar? Esa pregunta, simple pero poderosa, me devuelve la perspectiva. Y entonces sigo. No porque no tenga miedo, sino porque mi deseo de avanzar y ver qué hay más allá, es más grande que él.
4. No necesitas competir para valer
Puedes contribuir, colaborar, cuidar, y también dejarte cuidar. A veces me sorprendo comparándome con antiguas compañeras de universidad, que tienen trayectorias laborales brillantes, estructuradas y bien remuneradas. Antes eso me generaba inseguridad y hasta un poco de envidia.
Hoy, en cambio, puedo admirarlas genuinamente, celebrar sus logros desde el corazón, y a la vez, honrar mi propio camino. Uno menos lineal, quizás más incierto, pero profundamente conectado con lo que me hace feliz. Aprendí que hay muchas formas de éxito, y que no necesito parecerme a nadie para valer.
Viviendo la excelencia
Hoy creo firmemente que el mundo necesita más mujeres conectadas con su valor esencial, no con su exigencia. Mujeres que se honren, que sepan detenerse, cambiar de rumbo, empezar otra vez. Que lo hagan desde quienes son, con valentía.
Porque la excelencia no es hacer más. Es hacer lo que importa, desde un lugar más verdadero.
✨ Si algo de esto resonó contigo y quieres explorar tu propio camino hacia la excelencia —conectando con tu cuerpo, tus emociones, la naturaleza y tu propósito— te invito a seguirme en @montana_partners.
Un abrazo,
Valeria
Desde que comenzamos Laboratoria+ tuvimos claro que queríamos construir un espacio para acompañar a mujeres a avanzar con intención en sus carreras. Después de más de un año y medio construyendo esta comunidad y creciendo juntas, tomamos una decisión importante: bajamos el precio de nuestra membresía mensual a US$ 29. Queremos que cada vez más mujeres puedan acceder a una experiencia de crecimiento transformadora. Porque cuando hay acompañamiento, claridad y comunidad, todas podemos llegar más lejos.